Sentados en un escueto
vergel
donde el crepúsculo nace, crece
y muere con el día,
estábamos el viejo y yo.
La suave brisa matinal
aromatizada con un café
señorial
invitaba a un nuevo
encuentro,
a un nuevo ciclo
de historias tan dolidas
como inconclusas,
de perennes agonías
por las batallas ya idas,
por aquellos que cayeron
y también por los que no
fueron
pero por ellos todo lo
dieron.
El viejo no sabe callar,
y también sabía muy bien su
lugar
en aquella batalla de
titanes
donde los hombres pierden la
vida.
Los pasos de Martí no siguió
aunque mucho sí lo admiró;
consciente estaba de que el sacrificio
de él
había sido un absurdo
pasional
de un claro arrebato venial
y que había privado a su
pueblo
de su aguda pluma libertaria
para ir a cazar una hazaña
que truncó la primera bala.
Pues ahí estaba él,
no justificando su ausencia
del feraz campo de lucha,
donde hubiese sido el
primero
que la lastimera bolsa
hubiese reclamado señera,
sino refrendando su guerra
en la trinchera que más dominaba,
en la trinchera del papel
enemigo;
donde forjó su destino
lleno de digno olvido
por aquellos que sin talento
dominan las cosas del intelecto
y también por los otros
que a su gran talento
bien que lo tasaron
por menos de 30 talegos
olvidando a los amigos,
los ideales, a los sueños.
Y ahora yo lo observo
y con mi arrogante falta de
talento,
tan propia de la cegadora
ignorancia
muy presto,
todo severo,
a inquirirle ¡Que arrogante!
si todo aquello
valió tan grande tormento,
pues de su muy digno ejemplo
quedó una amargura filial
que ya no se puede saldar,
y su primogénito tallo
encausa su rumbo
hacía áureos destellos,
y si de su vida presente
algún bastimento quiere
implorar
poco o nada,
en lo material,
es capaz del fiel doblar.
Mi pregunta,
tan severa como escrutadora
fue contestada,
concisa y presta,
por una serena mirada
de quien nada debe
y sobre todo
de quien nada teme.
Fue así que entendí
que no se puede dejar de
respirar
si humana condición quieres
conservar,
que el latente de vida
solo se detiene
por insensatos momentos,
que por mucho que tú te esfuerces
siempre luchas
por un último suspiro de
vida,
y por mucho que lo intentes
detener
ves transitar la arena
en el reloj de la vida.
Su mirada se detuvo
y mi corazón lo imitó
pues claro ante mí
su farallón mostró.
No era suya la lucha
por la digna andanza,
ni mucho menos transitaba su
vida
en busca de la moral esquiva,
no se fijaba un norte
para con un trazo firme
unirlo al sur;
NO.
Él es,
simplemente,
digno y moral
y por eso no sabe vivir
sin dejar de exigir
que la vida se transite
del más recto modo.
Y es así como hoy inflo mi
pecho
de orgullo y alborozo
para poder gritar a los
cuatro puntos:
¡CARAJO! Yo conozco a ese
viejo.